miércoles, 27 de mayo de 2009

Personas Perdidas / Objetos extraviados


“En el valle lunar, cual si fuera una oficina estratosférica o un “desguazadero”, se podían buscar las ilusiones, las fortunas y los imperios perdidos, las promesas incumplidas, las reputaciones rotas, el tiempo que desperdiciamos, los afectos que olvidamos. ¿Quién sería capaz de negar que desearía encontrar allí las palabras que no dijimos a tiempo, reparar una traición, devolverle la dicha a alguien o encontrar un animal querido que perdimos? ¿Quién no querría dar el consuelo que debimos dar y no dimos? ¿Y los consejos perdidos? ¿Y las cartas que no contestamos? ¿Y las verdades que callamos cuando debimos decirlas?. A veces, en esas fechas que sólo nuestra pequeña locura interior determina, cuando decidimos abrir cajones y deshacernos de cosas, nos acercamos a ese mundo incomprensible de las pérdidas: encontrar una carta firmada por alguien que no tenemos idea de quién era, ni qué papel jugaba en nuestra vida. O una foto que me acercó una amiga que dice que es mía, donde no puedo reconocerme. O los talentos perdidos que a veces, al hacernos mayores, no echamos de menos, como si nunca hubieran sido nuestros: quizás ayudar a alguien, narrar historias, pintar, hacer música. Son muchos los talentos en los que podemos redimirnos antes de que se pierdan irremediadamente. Si no, como el Orlando de Ariosto, el señor Tiempo, inquieto e impaciente, los arrojará en las aguas del Olvido, y desde allí, no retornan”

Leí estas palabras en la columna que Cristina Bajo escribe en la revista Rumbos y me cautivó la idea de imaginar la existencia de un lugar donde podamos encontrar lo que perdimos en la vida y anhelamos recuperar. Si no hubiera que viajar hasta la luna y existiera una puerta cercana que nos condujera hacia esa posibilidad, me pregunto: qué desearíamos encontrar dentro?. Algún objeto de valor extraviado o prestado y que nunca fuera devuelto? O buscaríamos la posibilidad de reciclar el tiempo perdido en lamentos, temores, odios, perezas o dudas?. Quizás deseemos recuperar esa etapa ó momento en nuestras vidas al que quisiéramos volver; o encontrarnos con “esa” persona especial y añorada que ya no está a nuestro lado; o recuperar esa esencia de nuestro interior que se fue disolviendo durante el proceso de maduración: los impulsos, la fe, el amor, las expectativas, la inspiración, la audacia, los sueños, la ilusión, la confianza, la capacidad de asombro, la inocencia, la fuerza de voluntad, la creatividad, la solidaridad, las utopías, por nombrar sólo algunas. También podríamos querer recuperar ese dato importante que perdimos: un papelito con un teléfono, la página de un diario remarcado, un párrafo que se extravió en el mar de libros, una agenda o un cuaderno con nuestra vida dentro. También podemos querer encontrar ese lugar predilecto que cerró o desapareció, ese bar que estaba en una casona antigua que derrumbaron o un espacio verde desde donde nuestra vista se perdía en el horizonte y sobre el que se edificó. O recuperar un sabor único que no volvió a repetirse en nuestro paladar o un aroma que hace mucho que no se desprende de la piel añorada, pero que aún así no se olvida.

Otro escritor cordobés, Daniel Salzano, ejemplifica bien todo esto en una parte de su libro “Cincuenta de los Grandes”, en donde se pregunta: “Yo/ un cordobés como hay tantos / exijo saber / donde están / los hombres y mujeres / que me levantaron en brazos para que oliera el perfume de una rosa / ¿Dónde está el primer taxi al que subí? / quiero saber qué se hizo del acomodador que me golpeó en la sien con la linterna / para impedir que me colara al cine Mayo / ¿Quién o quienes poseen bajo llave el mapa del universo que dibujé en primer grado inferior? / Arriba puse a Córdoba / abajo los planetas / ¿Quién me enseñó a sumar con los dedos / a tirarme de cabeza y a conversar con el hombre que llevo dentro? …

A estas preguntas le agregaría una autobiográfica: ¿quien me enseñó el geringoso para poder traducir los mensajes “cifrados” que, cuando era una niña, mi mamá no quería que entendiera? … la respuesta a esa pregunta es “mi abuela”, gracias a Dios ella no pertenece a esa cruel y nostálgica categoría de “Personas perdidas” ni sus enseñanzas pasaron al sector de “Objetos extraviados”.


martes, 26 de mayo de 2009

El perro rengo de Manuel Benítez Carrasco

Con una pata colgando, despojo de una pedrada, pasó el perro por mi lado, un perro de pobre casta. Uno de esos callejeros, pobres de sangre y estampa. Nacen en cualquier rincón, de perras tristes y flacas, destinados a comer basuras de plaza en plaza.
Cuando pequeños, qué finos y ágiles son en la infancia, baloncitos de peluche, tibios borlones de lana, los miman, los acurrucan, los sacan al sol, les cantan. Cuando mayores, al tiempo que ven que se fue la gracia, los dejan a su ventura, mendigos de casa en casa, sus hambres por los rincones y su sed sobre las charcas.
Qué tristes ojos que tienen, que recóndita mirada como si en ella pusieran su dolor a media asta. Y se mueren de tristeza a la sombra de una tapia, si es que un lazo no les da una muerte anticipada.
Yo le llamo: psss, psss, psss. Todo orejas asustadas, todo hociquito curioso, todo sed, hambre y nostalgia, el perro escucha mi voz, olfatea mis palabras como esperando o temiendo pan, caricias... o pedradas, no en vano lleva marcado un mal recuerdo en su pata.
Lo vuelvo a llamar: psss, psss. Dócil a medias avanza moviendo el rabo con miedo y las orejitas gachas. Chasco los dedos; le digo: "ven aquí, no te hago nada, vamos, vamos, ven aquí". Y adiós la desconfianza.
Que ya se tiende a mis pies, a tiernos aullidos habla, ladra para hablar más fuerte, salta, gira; gira, salta; llora, ríe; ríe, llora; lengua, orejas, ojos, patas y el rabo es un incansable abanico de palabras.
Es su alegría tan grande que más que hablarme, me canta."¿Qué piedra te dejó cojo? Sí, sí, sí, malhaya". El perro me entiende; sabe que maldigo la pedrada, aquella pedrada dura que le destrozó la pata y él, con el rabo, me dice que me agradece la lástima.
"Pero tú no te preocupes, ya no ha de faltarte nada. Yo también soy callejero, aunque de distintas plazas y a patita coja y triste voy de jornada en jornada. Las piedras que me tiraron me dejaron coja el alma. Entre basuras de tierra tengo mi pan y mi almohada. Vamos, pues, perrito mío, vamos, anda que te anda, con nuestra cojera a cuestas, con nuestra tristeza en andas, yo por mis calles oscuras, tú por tus calles calladas, tú la pedrada en el cuerpo, yo la pedrada en el alma y cuando mueras, amigo, yo te enterraré en mi casa bajo un letrero: "aquí yace un amigo de mi infancia". Y en el cielo de los perros, pan tierno y carne mechada, te regalará San Roque una muleta de plata. Compañeros, si los hay, amigos donde los haya, mi perro y yo por la vida: pan pobre, rica compaña.
Era joven y era viejo; por más que yo lo cuidaba, el tiempo malo pasado lo dejó medio sin alma. Y fueron muchas las hambres, mucho peso en sus tres patas y una mañana, en el huerto, debajo de mi ventana, lo encontré tendido, frío, como una piedra mojada, un duro musgo de pelo, con el rocío brillaba. Ya estaba mi pobre perro muerto de las cuatro patas. Hacia el cielo de los perros se fue, anda que te anda, las orejas de relente y el hociquillo de escarcha. Portero y dueño del cielo San Roque en la puerta estaba: ortopédico de mimos, cirujano de palabras, bien surtido de intercambios con que curar viejas taras."Para ti... un rabo de oro; para ti... un ojo de ámbar; tú... tus orejas de nieve; tú... tus colmillos de escarcha. Y tú, -mi perro reía-, tú... tu muleta de plata".
Ahora ya sé por qué está la noche agujereada: ¿Estrellas... luceros...? No, es mi perro cuando anda... con la muleta va haciendo agujeritos de plata.