martes, 23 de junio de 2009

Lectores ambulantes o escritores de paso


En 1922 Oliverio Girondo escribió el libro Veinte poemas para ser leídos en el tranvía, con el tiempo vendría una idea parecida con el libro titulado: Cuentos Breves para leer en el colectivo, de Maximiliano Tomas; luego supe de otro escritor que sabe aprovechar la vorágine del día a día y se encargó de recopilar cuentos breves en Cuentos para esperar en los semáforos; entonces creí conveniente imaginar una combinación de estas propuestas literarias para implementar en Córdoba, donde la espera de los colectivos urbanos es mayor que el tiempo de viaje. Para este caso, propondría colgar cuentos desde las paradas o garitas para que el usuario se convierta en lector-pasajero antes de subir al colectivo como pasajero de viaje. Otra alternativa, un libro en blanco donde cada una de sus hojas sean escritas por quienes en la larga espera repasan miles de historias breves o hacen zapping por varias imágenes mentales. Muchas ideas originales pueden surgir apoyados en el poste de la parada, de hecho este divagar de asociaciones surgió en la parada de la línea del 500 (de frecuencia precisa de 40 minutos entre coche y coche, siempre y cuando no falte uno de por medio) y como no tenía donde escribir, tuve que miniaturizar cada párrafo en los boletos del colectivo que mi cartera atesora de las 4 veces que viajo diariamente. Escribo y levanto la vista al horizonte, no en busca de inspiración sino de esos dichosos números que temo visualizar cuando sea demasiado tarde. Verlo aparecer de lejos se convierte en un pequeño milagro urbano que uno valora y agradece cual fiel devoto que ve a su santo. Entonces, en vez de imaginar comentarios irónicos para decirle al chofer, comunicados dirigidos a la empresa de transporte o cartas de lectores a diarios que se hagan eco de la transformación de pasajeros en espera a estatuas vivientes sin más paga que una moneda-cospel que cae a nuestros pies producto del entumecimiento de las manos, el usuario del transporte público podría encontrarse con una lapicera y hoja colgando que invite a la creatividad que surja cual Penélope tejiendo palabras. Subo al ómnibus y aprovecho el nuevo boleto para seguir con letra de tipografía electrocardiográfica por los sobresaltos del camino, esperando que ningún inspector ingrese porque al troquelar el boleto estaría abriendo baches en el asfalto de la tinta. Junto todos los boletos-capítulos en un mini libro y veo que mi idea no es tan única porque recuerdo que tiempo atrás me sorprendió ver el poste de una parada “empapelado” con etiquetas que llevaban impresas lindas frases que se enroscaban cual serpentina de palabras en el caño que hacía las veces de soporte, como portada dura de un libro. O aquella ocasión en que durante un viaje me llamó la atención un pequeño pergamino enganchado en un espacio del asiento, y que al desenroscarlo llevaba una confesión privada que podía despertar la imaginación más increíble sobre el destino del autor de aquellas palabras que, gracias a ese escrito, siguieron viaje en otras mentes. Si la vida cotidiana nos obliga a ser, hoy por hoy, lectores en tránsito, por qué no ser también escritores de paso? Ya que vivimos y transcurrimos en una ciudad mediterránea, a falta de un mar donde lanzar una botella con un mensaje dentro, crear una nueva forma de hacer circular lo que sentimos, poner en marcha propuestas, motorizar declaraciones, sin frenar lo desenfrenable, bajarle la ventanilla a la imaginación para gritar por escrito lo que se anuda en nuestro pecho y así dejar respirar el alma. Después de todo, pasamos gran parte de nuestras vidas sobre ruedas, pero viajamos mucho más tiempo y más livianamente como pasajeros de lo que soñamos mientras vamos andando

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