viernes, 5 de junio de 2009

MI VIDA POR UN FANTASMA


Este cuento está basado en una experiencia vivida y narrada por la escritora cordobesa Cristina Bajo. Hace pensar (sin temer) que, a la hora de elegir dónde vivir, no sólo conoceremos los vecinos del barrio sino también las otras “compañías no elegidas” con las que nos puede tocar convivir.

La mejor definición que he leído sobre lo que es un fantasma no la saqué del diccionario, sino que la obtuve de un inglés, de origen holandés, George Langelaan, que escribió un libro delicioso que se llama, justamente, “los fantasmas”. Según él, “un fantasma es un ser que está muerto, pero que vive ; aunque no esté presente, puede ser visot, y otras veces está, pero no se le ve. Y como no sabe qué hacer con su tiempo, se entretiene paseando por todas partes en horas absurdas”.
Mi acercamiento a los fantasmas comenzó cuando levanté mi casa sobre el terreno de la vieja hierta de una más que centenaria quinta de Alberdi, que por entonces pertenecía a la familia de mi marido.
El primer “alarde” como decían las viejas, fue, justamente, en el baño, un día en que, desde el comedor de diario, a través de un pasillo, vimos encenderse la bombilla, oímos correr el agua, observamos levantarse una toalla como si alguien se secara las manos y finalmente contemplamos cómo todo quedaba en silencio y a oscuras. No encontramos explicación lógica al suceso, pero estábamos tan felices con la casa recién terminada que dejamos de pensar en ello.
Poco después, mi hermana menor vino a pasar unos días conmigo. Poco duró la visita porque decidió volverse con mis padres: no le gustaban las puertas y ventanas que se abrían o cerraban cuando no había ni un soplo de aire. No me creyó cuando expliqué que eran los ajustes de una construcción nueva. Luego, los proveedores del barrio, al saber dónde vivía, me hablaban de ángeles o vírgenes que se aparecían justamente en mi patio, sobre un manzano, que ya habíamos volteado. Vaya a saber, acotaban con acento melancólico, dónde se treparía ahora aquel ser confuso, de larga cabellera, muy blanco de rostro y vestido con una especie de bata que le llegaba a los pies.
Al fin, interesada y preocupada por las cosas que iban sucediendo, interrogué a mi suegro el recordado don Andrés, que se había criado en aquella casona, a pocos metros de la mía. Como era un hombre muy tranquilo, me dijo:”As, sí: todo el mundo dice que por acá se aparece un fantasma”. Yo le pregunté si eso era verdad y él acotó que no pues los fantasmas no existen. “Pero-agregó-una noche en que yo volvía de una fiesta vi sobre el manzano de tu patio una figura de mujer con un vestido largo y con el pelo suelto”. Yo argüí que eso era un fantasma y él dijo que no podía atestiguarlo, ya que venía de un baile y no confiaba mucho, a esa hora, en los ojos, en la niebla ni en las condiciones de su ánimo.
Finalmente, años después, me toque cara a cara con al aparición. Era un anochecer de mayo, oscuro y nublado. Yo hablaba con una amiga por el teléfono ubicado frente a una gran ventana que daba al patio cuando de pronto vi, a través del vidrio, una mujer parada en medio de él, mirándome. Indignada, le dije a mi amiga que esperara, que se había metido alguien en mi terreno; abrí la ventana para increparla… pero allí no había nadie, sólo sombras entre los árboles y el sauce meciendo las ramas. Comentaba mi desconsiento cuando volví a verla: sobresaltada comprendí que no estaba en el patio, sino que se reflejaba en el espejo del vidrio: ¡estaba en el living, a mis espaladas!. Me quedé mirándola: una mujer de edad indefinid, pelo suelto, con una larga bata blanca: no parecía triste ni asustada, sólo algo perdida. Entonces colgué el teléfono, estiré la mano, apagué la luz y me quedé quieta en la oscuridad, rezando. Cuando abrí los ojos, la vi de espaldas, afuera caminando hacia el sauce.
Después de aquel día, otros la han visto. Yo, nunca más. Si bien produce inquietud, no la sentimos como una presencia temible, sino más bien como uno de esos entes domésticos que deambulan entre la huerta y el living, preocupados por sus cosos, y quizás protectores de nuestra suerte mientras permanezcamos en el terreno que dominan.

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