martes, 26 de enero de 2010

Dejar de sentir



"¡Señores pasajeros, les pido un momento de su amable atención!" ...

cuando un vendedor ambulante o algun mendigo sube al colectivo y nos solicita la atención, generalmente revoleamos la mirada y seguimos contemplando el recorrido a través del escape visual de la ventanilla.

Sin embargo, hoy a la noche subió a la línea T un señor mayor, calvo pero con barba larga, y acompañado de su hijo pequeño, se identificó como un artesano que habia sido saqueado en Salta y al verse sin sus herramientas de trabajo, llegó a Córdoba con toda su familia haciendo dedo y comenzando de cero.

En un primer momento pensé que iba a hacer pasar a su hijo a retirar la dádiva a cambio de nada, esgrimiendo solo el certificado de pobreza y desdicha, como lo hacen muchos ex combatientes o victimas de enfermedades terminales que suben exhibiendo foliados certificados médicos con sellos que pocas veces uno puede o quiere chequear.

Para mi sorpresa, no apeló a ese golpe bajo, todo lo contrario, sacó de su mochila un manojo de chupetines y él mismo empezó a repartilos entre el resto del pasaje. Con esa humilde entrega, cosechó no solo monedas sino también billetes, algo inusual.

Lo examiné detenidamente, quería intuir a través de sus facciones o expresiones el grado de honestidad y veracidad sobre lo que estaba diciendo, pero no me sentí del todo convencida por lo tanto tampoco conmovida como para movilizar mis inertes manos en busca del monedero, y solo atiné a devolverle el chupetin.

Me quedé pensando en mi alto grado de ya no sentir ni creer, y en ese momento recordé una nota que salió el domingo en la sección de Opinión de La Voz del Interior, titulada "Semáforo en rojo: dejar de sentir", de la periodista Marta Gurvich, y que a modo testimonial y muy fidedigno con lo que había vivido, relata la siguiente historia:

Soy una cordobesa más circulando en las calles de Córdoba. Como todos, me sorprendo si alguien me cede el paso, me indigno cuando el de atrás enciende las luces altas y agradezco el mes de enero, porque el tránsito fluye casi en orden.

En cada esquina, imploro que el semáforo siga encendido en verde. No tanto por el apuro sino porque cuando está en rojo, yo ya soy otra persona, que lucha consigo misma, que libra internas discusiones éticas hasta que, a los fines de detener mis pensamientos inquietantes, dejo de sentir y me libero.

Porque cuando el semáforo se pone en rojo aparecen los mendigos, mujeres harapientas, niños sucios, descalzos y despeinados, adolescentes de ojos vidriosos con miradas perdidas, el borracho de siempre que me golpea el vidrio del auto, los limpiaparabrisas, los malos malabaristas, los vendedores de cosas inútiles.

Personas de carne y hueso, como yo. Personas que sufren, que piden, que insultan, que agradecen, que sonríen las más agradecidas de las sonrisas. Personas a las que el odio se les encarnó en la espalda, se ve; personas que hacen mimos a sus niños en la esquina, con el amor más puro. ¿A quién le doy? ¿Cuánto le doy?¿Le sacarán las monedas? Pero esto no alcanza para nada. No hay que darles. Sí hay que darles. ¿Se comprarán droga? ¿Y si se drogan? ¿Y si no les doy, terminarán robando? !Pero yo no tengo la culpa! ¿No la tengo? !Quisiera ayudar! Si le doy a este niño, ¿lo seguirán teniendo en la calle? ¿Cuánto salen las agujas? Tomá los dos pesos y quedatelas, venderlas de nuevo. ¿... está trabajando y yo le estoy diciendo que es mejor mendigar?

Esquina tras esquina. Este fin de semana me di cuenta. Terminé de leer El hombre en busca de sentido , de Viktor Frankl. Es un libro que yo nunca hubiese comprado, porque cuenta sobre el Holocausto y son historias a las que siempre escapo. Frankl cuenta cómo los prisioneros de los campos de concentración sobrevivieron dejando de sentir, desconectándose del dolor propio e inmunizándose del ajeno.

Se enciende el semáforo en rojo y la gente, luchando por sobrevivir, aparece y desaparece detrás del volante.

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